Ísland
El índice de natalidad más elevado de Europa + la mayor tasa de divorcios + el mayor porcentaje de mujeres que trabajan fuera de casa = el mejor país del mundo para vivir. Hay algo que tiene que estar mal en esta ecuación. Si se unen esos tres factores –montones de hijos, hogares rotos, madres ausentes–, el resultado tiene que ser la receta para la miseria y el caos social. Pues no. Islandia, el bloque de lava subártico al que se refieren estas estadísticas, encabeza las últimas clasificaciones del Índice de Desarrollo Humano del PNUD, lo cual significa que, como sociedad y como economía –en relación con la riqueza, la sanidad y la educación–, es el mejor lugar del mundo. Podría replicarse: muy bien, pero con sus oscuros inviernos y sus veranos nada tropicales, ¿son felices los islandeses? La verdad es que, en la medida en que es posible medir esas cosas, lo son. Entre otras estadísticas, un estudio académico aparentemente serio aparecido en The Guardian en 2006 decía que los islandeses eran el pueblo más feliz de la Tierra (el estudio posee cierta credibilidad, puesto que llegaba a la conclusión de que los rusos eran los menos felices).
Los datos son abundantes: el país con la sexta renta per cápita del mundo; en el que la gente compra más libros; en el que la expectativa de vida para los hombres es la más larga del mundo, y para las mujeres está entre las más altas; el único país de la OTAN que no tiene Fuerzas Armadas (se prohibieron hace 700 años); el que tiene la mayor proporción de teléfonos móviles por habitante, el sistema bancario que más rápidamente está expandiéndose en el mundo, el increíble crecimiento de las exportaciones, el aire cristalino, el agua caliente que llega a todos los hogares directamente desde las cañerías naturales de las entrañas volcánicas, y así sucesivamente.
Pero ninguna de estas cosas sería posible sin la sólida seguridad en sí mismos que define a los islandeses, y que, a su vez, nace de una sociedad que está culturalmente orientada –como prioridad absoluta– a educar niños sanos y felices, con todos los padres y madres que sea. En gran parte es herencia de sus antepasados vikingos, cuyos hombres se dedicaban sin reparos a saquear y violar, pero, al menos, tenían la coherencia moral de no mostrarse celosos por las aventuras de sus esposas, unas mujeres que se encargaban de alimentar a la familia en la dureza de tundra de esta isla del Atlántico norte mientras los maridos se iban de exploraciones por el mundo durante años.

Islandia, situada en medio del Atlántico norte y con Groenlandia como vecino más próximo, estaba demasiado lejos para que nadie llegara hasta allí aparte de los más obstinados misioneros cristianos medievales. Es un país en gran parte pagano, como les gusta decir a los nativos, sin la carga de los tabúes que tanta inquietud generan en otros lugares.
En una universidad española, una alumna embarazada es poco frecuente; en Islandia, incluso en la Universidad de Reikiavik, que está orientada hacia el mundo de la empresa, no sólo es habitual ver en la cafetería a chicas embarazadas, sino a otras amamantando.
Unos meses más tarde...
El colapso islandés de los últimos días no tiene precedentes en la historia, al menos en tiempos de paz, en función de su rapidez y profundidad. Las cuotas de las hipotecas y otros préstamos se han doblado, los precios han aumentado más de un 30%, casi todos los ahorros se han esfumado, los sueldos están congelados y se prevén despidos masivos. Islandia es la primera víctima del credit crunch, y su catastrófico colapso nos muestra lo importante que es contener rápidamente la crisis para evitar que lo que ha pasado allí pueda repetirse en el resto del mundo desarrollado.

La causa inmediata del colapso de la corona islandesa ha sido el intento desesperado de los especuladores de ponerse a salvo en un momento de incertidumbre financiera. Pero desde luego no ha ayudado la inadecuada respuesta de las autoridades británicas, que han utilizado la legislación antiterrorista para hacerse con los activos de bancos islandeses solventes. Gordon Brown ha amenazado repetidamente con demandar a Islandia y con confiscar todos sus activos en el Reino Unido, demostrando así una aparente incapacidad para distinguir entre activos estatales, activos bancarios y activos pertenecientes a particulares islandeses que no tienen nada que ver con el problema. En la peor crisis de su historia, esto es lo último que el país necesitaba. Puede haber causado la bancarrota de su mayor banco, que era también el último superviviente, empujando así el país hacia el abismo. Esta forma de actuar no es la que uno esperaría de un país europeo y miembro de la OTAN, supuestamente amigo y aliado.
La auténtica tragedia de la presente crisis es su impacto sobre los hogares islandeses. Afortunadamente, las perspectivas a largo plazo son buenas. Islandia tiene recursos naturales por explotar y una población muy bien formada. Saldremos de ésta.